jueves, 25 de agosto de 2016

Conocer, comprender e integrar.

Pediatra, psicóloga, neurólogo...todos coincidían en que la clave para el desarrollo de Daniela estaba en la estimulación.
Nosotros vivíamos volcados en ella, pero eso parecía no ser suficiente, así que decidimos apuntarla a la guardería para que pudiera jugar con más niños, hacer distintas actividades a diario, y al no estar bajo nuestra constante protección, quizás se viera obligada a intentar comunicarse más para conseguir las cosas, en definitiva, abrirse al mundo que la rodeaba.


Visité varias antes de encontrar el sitio perfecto; Els Ángels, una guardería pequeñita y de ambiente familiar, con una directora paciente y cariñosa que además, resultó ser la profesora de Dani y a quien siempre le estaré agradecida por lo bien que trató a mi niña.
El primer día que la llevamos Daniela lo miraba todo extrañada pero tranquila, mucho más tranquila que nosotros. Fina la recibió con un beso y rápidamente la tomo de la mano y la hizo entrar. Daniela no lloró y nosotros respiramos tranquilos. Ahora entendemos que quizás eso no era tan buena señal cómo pensábamos, o quizás si, quien sabe.
Hora y media más tarde fuimos a recogerla y entonces si que la oímos llorar. Cuando Fina abrió la puerta Daniela salió entre lágrimas, y cual fue nuestra sorpresa al ver que lo que quería era volver a entrar.
Mi hija era feliz allí.

Pero con la guardería llegaron las tan temidas "itis". Contrajo herpangina, gastroenteritis, bronquiolitis, otitis (llegó a perforársele el tímpano) y todo acompañado de mocos, de muchos mocos, que no la dejaban dormir ni a ella ni a nosotros.
Yo vivía a caballo entre el trabajo y la sala de urgencias, era extenuante.




Eso de la estimulación estaba muy bien, pero su salud iba por delante, así que con todo el dolor de mi corazón decidímos que no volviera más a la guardería.
Cuando fui a recoger sus cosas le pedí a Fina, que con la máxima sinceridad, me dijera como veía a mi hija. Me explicó que los primeros días parecía molestarle la presencia de los otros niños, pero que luego, ella misma era quien se acercaba a ellos. Que al principio parecía imposible hacer que se sentara, pero que cada vez aguantaba más tiempo en la silla. Que le gustaba la música, que tocar instrumentos se le de daba muy bien, y que aunque había momentos en los que se separaba del grupo e iba a lo suyo, la niña estaba integrada  y se lo pasaba estupendamente. Daniela hizo muchos avances en los escasos dos meses que acudió a la guardería. Estaba más tranquila, más contenta, más conectada visualmente, e incluso aprendió a decir un par de palabras.

Estábamos cansados, deprimidos y enfadados con el mundo, pero decidimos darle un giro a la situación;  pedí reducción de jornada en mi empresa para estar más presente en casa, y a la vez nos cambiamos de domicilio para estar más cerca de la familia.

Poco después de mudarnos recibí la llamada de una psicopedagoga del Eap, (Equipo de Asesoramiento y orientación Psicopedagógica), conjuntamente debíamos escoger el mejor colegio para Daniela, ya que por su situación especial, tendría que recibir apoyo escolar.
Pasaban las semanas, los colegios hacían sus sesiones de puertas abiertas y el Eap no se había vuelto a poner en contacto conmigo, aunque yo si lo había intentado con ellos. Así pues me informé sola de que colegios de la zona tenían USE (Unidad de Soporte a la Educación Especial) y fui  a verlos.
Encontré uno que me encantó, con una directora joven, entusiasta y con un equipo de profesores que parecían tener la misma motivación. Hablaban de la implicación de los padres en la educación de sus hijos, de integración, de aprender jugando...tuve la misma sensación que cuando fuí a ver la guardería y decidí que ese sería el colegio de mi hija.

Pocos días después me llamó la misma persona del Eap que tenía que haberse puesto en contacto conmigo hacía semanas. No le hizo ninguna gracia que yo ya hubiera tomado la decisión individualmente. Comenzó a decirme (sin ni siquiera haber visto a mi hija) que Daniela no tenía la independencía suficiente como para ir a un colegio ordinario. ¿Es que los niños de tres años son independientes? Y me planteó la posibilidad de un colegio de educación especial en lugar de el que yo había escogido.

Yo afronto la integración de Daniela en un colegio ordinario sabiendo que es un reto tanto para mi hija como para el colegio en si. En ocasiones, el problema radica en que el profesorado de las clases comunes no sabe como tratar a estos niños, corriendo el riesgo de que las necesidades educativas del pequeño no se cubran y cargando de más trabajo al profesor.
¿Entonces, porque elegí esta opción?
Primero porque mi hija tiene el mismo derecho que cualquier otro niño. ¿Como podemos aspirar a la integración social si empiezan apartándola en la etapa escolar?
Segundo porque quiero que mi hija tenga modelos "normalizadores", que estimulen mejor el desarrollo de sus capacidades cognitivas.
El mundo nunca será un lugar lo suficientemente bueno, seguro y solidario para personas con algún tipo de discapacidad si no comenzamos con procesos de integración eficaces a edades tempranas, de manera que niños sin problemas crezcan al lado de niños que por desgracia si que los tienen, aceptándolos y respetándolos. El colegio debería de ser un modelo de sociedad.
Llegados a este punto, quiero dejar claro que respeto muchísimo la decisión que hayan tomado otros padres de llevar a sus hijos con autismo a colegios de educación especial como primera opción, puesto que tienen grupos reducidos, terapeutas... Pero debe ser una elección de los padres, sin ser cuestionados ni que se nos intente convencer de lo contrario.
Creo que al final quienes tienen la última palabra son los niños. Ellos son quienes deben adaptarse y ser felices en el colegio, más allá de lo que nosotros queramos u opinemos.
También me plantearon que Daniela no asistiera a todas las horas de clase, sino únicamente cuando estuviera disponible la Use, si no, me la tendría que llevar a casa. Pero que tranquila, que ya estudiaríamos otras actividades para hacer entonces, como piscina o terapia con perros.
Salí de allí conmocionada, no podía dar crédito a lo que me estaban proponiendo, estaba indignada. Los motivos para esto, según el Eap, eran que Daniela no aguantaría el ritmo, que el colegio no es como la guardería, que allí cambian de actividad constantemente y que mi hija, al igual que la mayoría de niños con autismo, no llevaría bien tanto ajetreo. Creo sinceramente que es más probable que sea el colegio quien no aguante el ritmo de Daniela que lo contrario. No hay dos niños iguales, que uno tenga una mala adaptación no significa que otro también la tenga, tenga autismo o no, aunque está claro que esta característica lo dificulta todo bastante.

Aprovechando una de las reuniones informativas grupales que el colegio celebra con los padres antes del inicio de curso, me acerqué a hablar con la directora sobre esta adaptación horaria que el Eap pretendía que hiciera mi hija, y que yo desde luego, no pensaba permitir. Por suerte la directora opinaba como yo.
Si Daniela no está agusto en el colegio ordinario no tendrán que decirme dos veces me la lleve de ahí, no busco otra cosa que su bienestar y su felicidad. No intento normalizar una situación que no lo es, como he tenido que escuchar en más de una ocasión; solo quiero que mi hija parta con las mismas oportunidades, que sea ella quién demuestre hasta dónde puede llegar y hasta dónde no, de momento.

Queda menos de un mes para que comience el colegio, espero más adelante poder contaros que no tomé la decisión equivocada y que la escuela ordinaria fue una buena opción.
Debo decir, que el colegio al que va a ir mi hija, en ningún momento me ha puesto ningún impedimento, sino todo lo contrario, y que todas las objeciones vienen por parte del Eap, cuando se supone que están precisamente para todo lo contrario.

El autismo es la pandemia del siglo XXI y debemos comenzar a cambiar la visión de educación que se tiene para estos niños y buscar los medios y los recursos suficientes para afrontar su educación de manera integrada desde la edad temprana.
Nadie esta excempto de tener un accidente o padecer una enfermedad que lo deje incapacitado, de manera que todos debemos concienciarnos y ayudar a la integración de las personas con necesidades especiales, creando así una sociedad con un menor índice de exclusión social y sobretodo, más humana.


miércoles, 10 de agosto de 2016

El CDIAP

Esta entrada la he escrito pensando sobretodo en los padres que ahora están pasando por ese momento de incertidumbre de no saber que le ocurre a su hijo, de sospecharlo pero no tener la certeza, o de haber recibido la fatal noticia y estén inmersos en esa etapa de duelo por la que todos pasamos y que no llegamos a superar del todo...

Nosotros recibimos la llamada del Cdiap (Centro de Desarrollo Infantil y Atención Precoz) mes y medio después de haberme puesto en contacto con ellos. Nos citaban para ser entrevistados por una asistenta social y una psicóloga que evaluaría el estado de Daniela, pero que antes quería hablar con nosotros, los padres.


Yo por aquel entonces tenía un horario laboral que apenas me dejaba tiempo para estar en casa y no podía quitarme de la cabeza que fuese lo que fuese lo que le ocurría a mi hija, la culpable era yo. Aquel sentimiento me destrozaba. Por suerte, con el tiempo, entiendes el problema y que tu no eres la responsable, o al menos intentas pensarlo así para poder sobrellevarlo. Así que si por desgracia alguna madre se está sintiendo identificada con lo que estoy contando, le daré un consejo; siéntate en el suelo y llora, haz el duelo y llora hasta que no puedas más, hasta que no te quede ni una lágrima, hasta que no quede nada de ese sentimiento corrosivo que solo viene a empeorarlo todo. Y entonces levantate y no permitas que nada y sobre todo nadie te haga sentir eso de nuevo, porque cada minuto que pierdes estando así lo podrías estar dedicando a ayudar a tu hijo. Es duro decir esto, pero el camino es largo, cansado y difícil y creo por mi experiencia, que si pasamos demasiado tiempo en ese estado de lamentación, corremos el riesgo de no poder salir de él. Por eso debemos desahogarnos cuando lo necesitemos, llorando, hablando con alguien, saliendo a dar una vuelta, lo que sea, pero no permitir que las lágrimas inunden nuestros días.

Nuestros niños se perdieron, poco a poco se soltaron de nuestra mano sin que nosotros nos diéramos cuenta y se fueron lejos, muy lejos, a un lugar al que nadie parece saber llegar. Nuestra obligación es ir a buscarlos y traerlos de vuelta con nosotros. Pero el camino está lleno de obstáculos, de personas que dicen que lo aceptes, de miradas indiscretas en la calle, de miradas pérdidas en casa, de horas de búsqueda en Internet, de horas de terapia, de silencios, de gritos, de risas sin sentido, de frustración y de mucho dolor. Por eso debemos mantenernos fuertes, lo más enteros y lo más cuerdos posible, y ser  pacientes, porque de lo contrario esos obstáculos nos superarán y nuestros hijos seguirán estando perdidos y nosotros con ellos.

En el Cdiap, la asistenta social nos hizo firmar una especie de acuerdo conforme no nos opondríamos al tratamiento que ellos creyeran que debía recibir Daniela y que cooperaríamos y respetariamos los horarios de los días de terapia, etc.

La psicóloga tuvo un primer encuentro solo conmigo que duró hora y media. Me preguntó desde cómo era la relación con mis padres, con mi pareja, como fue el embarazo, el parto, como vivimos la llegada de nuestra hija a casa, que le ocurría...todo. Creo que buscaba hacerse una idea de como era el núcleo familiar en el que vivía Daniela, para descartar que pudiera tener algún problema de comportamiento debido al entorno en el que estaba creciendo.
Lejos queda ya por suerte la teoría del vienés Bruno Bettelheim, quien popularizó  la teoría de las Madres nevera, pero aquella especie de interrogatorio incluso antes de ver a mi hija me hizo sentir, que en el fondo, aquella mujer intentaba averiguar si nosotros podíamos ser el foco del problema. Pero cuando comencé a hablar de mi niña no pude evitar romper a llorar  y Eugenia, que así se llamaba la psicóloga, comprendió la preocupación que estaba sintiendo por mi hija y enseguida cambió el tono de la conversación. Intentó tranquilizarme explicándome  lo variado que podía llegar a ser el ritmo de desarrollo de los niños. Me explicó que algunos eran como liebres, los más rápidos en todas las áreas del desarrollo, los primeros en clase, siempre por encima de sus compañeros. Otros eran saltamontes; estos iban por detrás, pero de repente daban un salto y se colocaban en cabeza. Y por último estaban las tortugas, más lentos que los dos anteriores pero que poco a poco, pasito a pasito, llegaban al mismo sitio.

Una semana más tarde volvimos a su consulta y estuvimos una hora jugando con Dani mientras ella nos observaba y tomaba apuntes. A la semana siguiente volvimos esperando recibir un diagnóstico.
Los datos relevantes que Eugenia extrajo de aquella sesión fueron que Daniela no establecía contacto visual, no se giraba cuando la llamábamos, ausencia de gesto social, baja capacidad imitativa, conducta errática y dispersa, poca intencionalidad, instrumentalización de nuestras manos (efecto pinza), poca expresión emocional (se cayó de la silla y no lloró) juego sensorial, repetitivo, solitario y sobretodo, ausencia de lenguaje.
Aún con todo este despliegue de sintomas encima de la mesa, ella se limitó a decir que Dani aún era muy pequeña y que no quería ponerle una etiqueta, así que lo dejaría en que observaba un retraso generalizado de su desarrollo y que lo que necesitaba, como no, era mucha estimulación. Aquella palabra se  había convertido en Trending topic para mi.
De entrada, aquella decisión me pareció estupenda, yo era la primera persona que no quería que encasillaran a mi hija por un comportamiento que en realidad no veía tan grave como para todo aquel revuelo que se había formado a nuestro alrededor. Aún gozaba de la ignorancia de lo que se nos venía encima y confiaba en el protocolo estandarizado de intervención que el sistema tiene marcado para casos como el nuestro.

El Cdiap tenía una lista de espera de ocho meses hasta poder asignarle un día de terapia semanal a Daniela, pero sorprendentemente, en menos  de dos, ya nos habían hecho un hueco. Aquella era una noticia agridulce; por un lado estábamos contentos de comenzar a trabajar para la mejoría de Dani, pero aquello de que consideraran a nuestra hija un caso tan urgente me dejó descolocada.

Recuerdo que el día en que Eugenia me llamó para darme la noticía de que ya teníamos plaza para hacer terapia con ella, aprovechó para preguntarme que esperaba yo conseguir de mi niña. ¿Que creéis que hubierais contestado vosotras? Creo que mi respuesta fue la misma que hubiera dado cualquier madre, que mi hija me hable.
-Bueno, bueno, ya veremos si habla- dijo- el lenguaje es lo último que llega.
A día de hoy, tengo la impresión de que aquella "profesional" sabía que esa iba a ser mi respuesta. Aquello me indignó y me dolió a partes iguales, pero me hizo despertar.
Como iba a ayudar a mi hija si no sabía exactamente que le pasaba? Teniamos que dejar de engañarnos, el problema no desaparecería solo porque nosotros le diéramos la espalda. Así que nos convertimos en ratas de biblioteca, bueno, mejor dicho, de Internet, y dimos con algo que nos dejó helados.

A la mañana siguiente me levanté con la cara y los ojos hinchados de tanto llorar y un dolor de cabeza de los que hacen historia. Salí a la calle como un zombie, ajena a lo que tenía alrededor y dándole vueltas a lo habíamos descubierto la noche anterior. Fuí al supermercado, hice la compra, salí, me senté en un banco, solté las bolsas y llamé a la psicóloga.
- Lo que tiene mi hija, eso a lo que tu no le quieres poner nombre, en realidad si lo tiene, ¿verdad? ¿Ese nombre es autismo? - a lo que ella me respondió enseguida con un simple y seco - Si.

Ojalá nadie tuviera que descubrir que es lo que le ocurre a su hijo rebuscando en Google, cuando se supone que está en manos de profesionales.

El autismo se puede diagnosticar a partir de los 18 meses. Si tenéis dudas acudid a un buen equipo de profesionales y pedid una segunda opinión si es necesario, pero no lo dejéis estar, porqué en estos casos, el tiempo es oro.




lunes, 8 de agosto de 2016

Cuando la realidad te golpea en la cara.

Las semanas posteriores a la visita con la pediatra las pasé observando el comportamiento de mi hija.
La llamaba una y otra vez, al principio en un tono normal para al final acabar gritando, dando palmas y hasta golpes, pero ella nunca se giraba. Sin embargo sonaba la canción de Peppa Pig desde otra habitación y enseguida se levantaba e iba corriendo. Eso significaba que no estaba sorda, no? Simplemente que no me hacía caso...
Me sentaba a jugar con ella y en ocasiones parecía que le molestara que tocara sus cosas y que prefería jugar sola, pero al rato venía a buscarme y tiraba de mi mano para que me sentara en el suelo a jugar con ella.

Comenté lo que me estaba ocurriendo con mi hija a varias madres con las que tenía confianza, buscando no sé muy bien el que. Algunas le quitaban hierro al asunto diciendo que los pediatras siempre exageran, que si la doctora de su hija supiera que esta solo comía triturado o que no probaba el pescado, le daría un infarto; que su sobrino no habló hasta los tres años y que ahora había que pedirle que se callara, que cada niño llevaba su ritmo y que no había de que preocuparse...justo lo que yo quería oír. Pero otras veces alguna madre me decía todo lo contrario y me ponía los pies en la tierra.

El otorrino fue el primer especialista en verla. La primera consulta fue bastante rutinaria y sin nada a destacar. No parecía que mi hija tuviera ninguna malformación del aparato auditivo, ni cera ni moco que le impidiera oír de forma adecuada. Así que nos derivó al Hospital de Sant Pau para realizarle una audiometría. Debido a la corta edad de Daniela, esta prueba debía realizarse a través del juego. Nos llevaron a una sala pequeña, con un sistema de sonorización especial y la sentaron en mis rodillas. La prueba se realizó con un equipo que consistía en dos paneles con juguetes en su interior que se iluminaban a la vez que emitían  un sonido. Aquí  os dejo la imagen de dicho aparato.

Una prueba bastante estúpida, a mi modo de ver, si partimos de la base de que mi hija apenas reaccionaba a estimulos auditivos o visuales que no fuesen de su interés. Pero supuse que hasta que fuese mayor no se podría hacer nada más fiable.  El caso esque aquello no me transmitía ninguna confianza, me parecía poco científico, por así decirlo. Los resultados no reflejaban nada fuera de la normalidad y nos citaron unos meses más tarde para repetirla.
En esta ocasión cambió la modalidad del juego. Daniela debía meter unas pelotas de colores en un cubo. Yo no entendía como aquello podía demostrar si mi niña escuchaba bien o no. El caso esque allí estaba ella, sentada delante de nosotros. Nos miraba al otorrino y a mi sonriendo. Sabía  que íbamos a jugar a algo. Se le notaba tranquila, contenta y dispuesta. Entones aquel hombre le dió una pelota y le dijo que la metiera en el cubo. Ella la cogió, la miró durante varios segundos y comenzó a darle vueltas. Miraba embelesada aquella pelota, explorando su textura, examinándola detenidamente...
-Mete la pelota en el cubo Daniela. Mira, hazlo así- se la arrebaté de las manos, la metí en el cubo y le ofrecí otra pelota a ella para que hiciese lo mismo. Quería ayudarla. El especialista me dijo que no hiciera eso, que ella debía hacer lo que le decíamos, no imitarnos, y tenía razón. De todas formas ella no metió la pelota en aquel dichoso cubo. Solo nos miraba, con su carita redonda y preciosa, sonriéndonos, esperando comenzar a jugar.
Y entonces comprendí lo que estaba ocurriendo, Daniela no nos entendía. Eso es lo que pasaba, no entendía que es lo que  tenía que hacer.
Aquella revelación me atravesó la espalda cómo una corriente eléctrica. Recuerdo que me quedé rígida en la silla, me dolía el pecho y tenía tal nudo en la garganta que casi no podía respirar. La realidad me acababa de dar una bofetada.
El otorrino debió de verlo en mi cara y enseguida confirmó lo que estaba pasando por mi cabeza. Jamás podré olvidar lo que me dijo.
-No es una niña tozuda, no es que no lo haga porque no quiera, esque no nos entiende. No es un problema de oído. Creo que deberían hacerle otro tipo de pruebas a nivel neurológico, probablemente se trate de una enfermedad mental.
Y continuó hablando pero yo ya no era capaz de concentrarme en lo que me decía. No pensé ni que fuera capaz de levantarme de la silla.
Entonces fue como si mi mente decidiera tomar el control y encerrar aquellas palabras en algún lugar muy profundo e inaccesible para que yo pudiera coger a mi hija y salir de allí.
Le repetí a su padre lo que el especialista me había dicho y nunca más volví a pronunciar aquellas palabras.

No acudímos más a las revisiones del otorrino. No con la intención de dejar de llevar un control,  eso hubiera sido una irresponsabilidad por nuestra parte, pero aquella manera de proceder me parecía una pérdida de tiempo y yo no tenía tiempo que perder, necesitaba saber que le estaba ocurriendo a mi hija.

Meses más tarde, de manera privada y gracias al consejo de un buen doctor, le realizamos a Dani una prueba de Potenciales Evocados Auditivos. Esta prueba mide la respuesta neuroeléctrica del sistema auditivo ante el estímulo sonoro. Esto permite diagnosticar diversas patologías o disfunciones del aparato auditivo y las vías nerviosas en niños y adultos que no quieren o no pueden participar en una prueba subjetiva como la audiometría, ya que no es necesaria la colaboración del paciente.
Los resultados decían que todo estaba bien. Entonces, por qué mi niña no respondía?



lunes, 1 de agosto de 2016

Cariño, algo le pasa a la niña...

Hola,
Mi nombre es Silvia y soy la madre de una niña preciosa llamada Daniela.
He decidido crear este blog movida por necesidad de desahogarme, de remover conciencias y de ayudar en lo que pueda a todos aquellos padres que estén comenzando con esta tremenda lucha en la que yo me encuentro ahora.

Si pudiera repetir algún momento de mi vida antes de morir, sin duda elegiría el momento en el que di a luz a mi hija. A día de hoy aún me emociono al recordarlo. Había costado pero ya la tenía conmigo, en mis brazos. No cambiaría ese momento por nada del mundo.
Mi hija cumple hoy tres añitos.
Tiene el pelo castaño claro y parece rubia cuando le da el sol. Sus ojos son del mismo color, dos ojos grandes y preciosos que te atraviesan cuando te miran. Y la piel blanca como la de un ángel. Va a ser verdad eso de que de padres feos salen hijos guapos. Su carácter es noble y dócil. Es inteligente y despierta. Su risa es contagiosa y para mi, incluso terapéutica,  porqué me aporta calma y ánimo en momentos en los que creo que no puedo más.

Su desarrollo fue normal hasta el año y medio. Algo ocurrió en ese momento concreto de su vida y por lo tanto de la mía.

A Daniela la perseguía una sombra. Nos seguía desde lejos, invisible al principio, silenciosa. En alguna rara ocasión se posaba en mi hombro y me decía que Dani no hablaba como lo hacian ya otros niños de su misma edad, o que no me escuchaba o apenas me prestaba atención ...pero era una sombra muy débil, fácil de ignorar. Ya hablaría cuando estuviera preparada para ello. Que manía con convertir la evolución de los niños en una gincana!

Alguien me dijo una vez que no conoces el significado de la palabra miedo hasta que tienes un hijo, y tenía razón. Auténtico miedo fue lo que sentí cuando salí de su revisión rutinaria de los dos años. Al principio todo iba bien, la enfermera le miró la estatura, el peso...todo por encima del percentil. Luego me preguntó si construía alguna frase, si señalaba, si comía sola...más y más preguntas que siempre tenían la misma respuesta, no.
Salió y al rato entró acompañada de la pediatra. Aquellas dos mujeres se desgañitaban por hacer que Daniela les prestara atención, pero mi niña ni se giraba a mirarlas.
Yo había llegado a aquel despacho feliz porqué hacía solo tres días que me habían dado la noticia de que Daniela estaba curada del problema que tenía de reflujo vesicoureteral, causado por una malformación de las vias urinarias y que desde hacía medio año nos estaba dando muchos problemas; desde las temidas pielonefritis, hasta pasar dos veces por quirófano. Jamás me imaginé que saldría de allí con un problema mayor.
La pediatra y la enfermera se miraban como si tuvieran muy claro que algo malo le sucedía a mi hija. Mientras, yo estaba plantada en medio de aquella consulta, intentado mandarle mensajes subliminales a Daniela para que se girara y les demostrara que se equivocaban y que todo iba bien. Pero eso no ocurrió. Salímos de allí con cita para el neurólogo, el otorrino y el psicólogo. No podía dar crédito a aquello que acababa de ocurrir. Caminamos hasta un parque cercano, dejé a Dani en el columpio y llame a casa.
- Cariño, algo le pasa a la niña- y entonces rompí a llorar.
Hemos llorado mucho desde aquel día.

Aquella sombra gris había hecho acto de presencia de manera oficial y se había instalado en casa trayendo consigo mucho equipaje; una pesada carga que llevamos cada día a la espalda e intenta hacernos caer. Aún a día de hoy me pregunto porqué la tuvo que elegir a ella, porqué a nosotros.  Desde que nació Daniela no hemos dejado de luchar, por un motivo o por otro, y en esa lucha hemos tenido la suerte de encontrar a gente sorprendente y sobretodo de aprender muchas cosas, de abrir los ojos a otra realidad, de tener fe en nosotros como padres y en las posibilidades de nuestra hija.

Ha pasado un año desde entonces y hemos cambiado las lágrimas por esperanza. Todo lo que hemos aprendido en este tiempo es lo que quiero compartir con vosotros, y que a la vez me acompañéis a mi en el largo camino que nos queda por recorrer.