miércoles, 10 de agosto de 2016

El CDIAP

Esta entrada la he escrito pensando sobretodo en los padres que ahora están pasando por ese momento de incertidumbre de no saber que le ocurre a su hijo, de sospecharlo pero no tener la certeza, o de haber recibido la fatal noticia y estén inmersos en esa etapa de duelo por la que todos pasamos y que no llegamos a superar del todo...

Nosotros recibimos la llamada del Cdiap (Centro de Desarrollo Infantil y Atención Precoz) mes y medio después de haberme puesto en contacto con ellos. Nos citaban para ser entrevistados por una asistenta social y una psicóloga que evaluaría el estado de Daniela, pero que antes quería hablar con nosotros, los padres.


Yo por aquel entonces tenía un horario laboral que apenas me dejaba tiempo para estar en casa y no podía quitarme de la cabeza que fuese lo que fuese lo que le ocurría a mi hija, la culpable era yo. Aquel sentimiento me destrozaba. Por suerte, con el tiempo, entiendes el problema y que tu no eres la responsable, o al menos intentas pensarlo así para poder sobrellevarlo. Así que si por desgracia alguna madre se está sintiendo identificada con lo que estoy contando, le daré un consejo; siéntate en el suelo y llora, haz el duelo y llora hasta que no puedas más, hasta que no te quede ni una lágrima, hasta que no quede nada de ese sentimiento corrosivo que solo viene a empeorarlo todo. Y entonces levantate y no permitas que nada y sobre todo nadie te haga sentir eso de nuevo, porque cada minuto que pierdes estando así lo podrías estar dedicando a ayudar a tu hijo. Es duro decir esto, pero el camino es largo, cansado y difícil y creo por mi experiencia, que si pasamos demasiado tiempo en ese estado de lamentación, corremos el riesgo de no poder salir de él. Por eso debemos desahogarnos cuando lo necesitemos, llorando, hablando con alguien, saliendo a dar una vuelta, lo que sea, pero no permitir que las lágrimas inunden nuestros días.

Nuestros niños se perdieron, poco a poco se soltaron de nuestra mano sin que nosotros nos diéramos cuenta y se fueron lejos, muy lejos, a un lugar al que nadie parece saber llegar. Nuestra obligación es ir a buscarlos y traerlos de vuelta con nosotros. Pero el camino está lleno de obstáculos, de personas que dicen que lo aceptes, de miradas indiscretas en la calle, de miradas pérdidas en casa, de horas de búsqueda en Internet, de horas de terapia, de silencios, de gritos, de risas sin sentido, de frustración y de mucho dolor. Por eso debemos mantenernos fuertes, lo más enteros y lo más cuerdos posible, y ser  pacientes, porque de lo contrario esos obstáculos nos superarán y nuestros hijos seguirán estando perdidos y nosotros con ellos.

En el Cdiap, la asistenta social nos hizo firmar una especie de acuerdo conforme no nos opondríamos al tratamiento que ellos creyeran que debía recibir Daniela y que cooperaríamos y respetariamos los horarios de los días de terapia, etc.

La psicóloga tuvo un primer encuentro solo conmigo que duró hora y media. Me preguntó desde cómo era la relación con mis padres, con mi pareja, como fue el embarazo, el parto, como vivimos la llegada de nuestra hija a casa, que le ocurría...todo. Creo que buscaba hacerse una idea de como era el núcleo familiar en el que vivía Daniela, para descartar que pudiera tener algún problema de comportamiento debido al entorno en el que estaba creciendo.
Lejos queda ya por suerte la teoría del vienés Bruno Bettelheim, quien popularizó  la teoría de las Madres nevera, pero aquella especie de interrogatorio incluso antes de ver a mi hija me hizo sentir, que en el fondo, aquella mujer intentaba averiguar si nosotros podíamos ser el foco del problema. Pero cuando comencé a hablar de mi niña no pude evitar romper a llorar  y Eugenia, que así se llamaba la psicóloga, comprendió la preocupación que estaba sintiendo por mi hija y enseguida cambió el tono de la conversación. Intentó tranquilizarme explicándome  lo variado que podía llegar a ser el ritmo de desarrollo de los niños. Me explicó que algunos eran como liebres, los más rápidos en todas las áreas del desarrollo, los primeros en clase, siempre por encima de sus compañeros. Otros eran saltamontes; estos iban por detrás, pero de repente daban un salto y se colocaban en cabeza. Y por último estaban las tortugas, más lentos que los dos anteriores pero que poco a poco, pasito a pasito, llegaban al mismo sitio.

Una semana más tarde volvimos a su consulta y estuvimos una hora jugando con Dani mientras ella nos observaba y tomaba apuntes. A la semana siguiente volvimos esperando recibir un diagnóstico.
Los datos relevantes que Eugenia extrajo de aquella sesión fueron que Daniela no establecía contacto visual, no se giraba cuando la llamábamos, ausencia de gesto social, baja capacidad imitativa, conducta errática y dispersa, poca intencionalidad, instrumentalización de nuestras manos (efecto pinza), poca expresión emocional (se cayó de la silla y no lloró) juego sensorial, repetitivo, solitario y sobretodo, ausencia de lenguaje.
Aún con todo este despliegue de sintomas encima de la mesa, ella se limitó a decir que Dani aún era muy pequeña y que no quería ponerle una etiqueta, así que lo dejaría en que observaba un retraso generalizado de su desarrollo y que lo que necesitaba, como no, era mucha estimulación. Aquella palabra se  había convertido en Trending topic para mi.
De entrada, aquella decisión me pareció estupenda, yo era la primera persona que no quería que encasillaran a mi hija por un comportamiento que en realidad no veía tan grave como para todo aquel revuelo que se había formado a nuestro alrededor. Aún gozaba de la ignorancia de lo que se nos venía encima y confiaba en el protocolo estandarizado de intervención que el sistema tiene marcado para casos como el nuestro.

El Cdiap tenía una lista de espera de ocho meses hasta poder asignarle un día de terapia semanal a Daniela, pero sorprendentemente, en menos  de dos, ya nos habían hecho un hueco. Aquella era una noticia agridulce; por un lado estábamos contentos de comenzar a trabajar para la mejoría de Dani, pero aquello de que consideraran a nuestra hija un caso tan urgente me dejó descolocada.

Recuerdo que el día en que Eugenia me llamó para darme la noticía de que ya teníamos plaza para hacer terapia con ella, aprovechó para preguntarme que esperaba yo conseguir de mi niña. ¿Que creéis que hubierais contestado vosotras? Creo que mi respuesta fue la misma que hubiera dado cualquier madre, que mi hija me hable.
-Bueno, bueno, ya veremos si habla- dijo- el lenguaje es lo último que llega.
A día de hoy, tengo la impresión de que aquella "profesional" sabía que esa iba a ser mi respuesta. Aquello me indignó y me dolió a partes iguales, pero me hizo despertar.
Como iba a ayudar a mi hija si no sabía exactamente que le pasaba? Teniamos que dejar de engañarnos, el problema no desaparecería solo porque nosotros le diéramos la espalda. Así que nos convertimos en ratas de biblioteca, bueno, mejor dicho, de Internet, y dimos con algo que nos dejó helados.

A la mañana siguiente me levanté con la cara y los ojos hinchados de tanto llorar y un dolor de cabeza de los que hacen historia. Salí a la calle como un zombie, ajena a lo que tenía alrededor y dándole vueltas a lo habíamos descubierto la noche anterior. Fuí al supermercado, hice la compra, salí, me senté en un banco, solté las bolsas y llamé a la psicóloga.
- Lo que tiene mi hija, eso a lo que tu no le quieres poner nombre, en realidad si lo tiene, ¿verdad? ¿Ese nombre es autismo? - a lo que ella me respondió enseguida con un simple y seco - Si.

Ojalá nadie tuviera que descubrir que es lo que le ocurre a su hijo rebuscando en Google, cuando se supone que está en manos de profesionales.

El autismo se puede diagnosticar a partir de los 18 meses. Si tenéis dudas acudid a un buen equipo de profesionales y pedid una segunda opinión si es necesario, pero no lo dejéis estar, porqué en estos casos, el tiempo es oro.




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